viernes, 2 de marzo de 2012

"El Barón Rojo"

Pasó los canales una y otra vez sin fijarse, nada le llamó la atención, era de esperarse un sábado en la noche. Apagó el televisor, cogió sus llaves y salió. Caminaba con la seguridad de saber a dónde ir. Caminó un buen rato, caminó entre la gente sin que notaran su presencia, entonces recordó ese cuento de aquel autor oriundo de Boston, MA (USA) que tanto le gusta. Se perdió en sus pensamientos por un momento hasta que una multitud hacinada se interpuso en su camino… aquí va otra vez ese cuento.


Por fin libre, miró hacia arriba y allí estaba el letrero de neón rojo incandescente sobre la entrada. Echó un vistazo adentro, había poca gente y la música le daba un respiro de toda esa multitud amorfa que estaba afuera. Entró. Se sentó frente a la barra y pidió una cerveza para empezar, nunca había estado allí, pero se sentía parte del lugar. Poco a poco el lugar se iba llenando, miraba a través de la ventana tratando de predecir quién entraría y quién no. Estaba impaciente, la botella estaba casi a la mitad. Salió a fumar. Se recostó en la pared junto al cartel de la entrada, miraba los carros subir con velocidad, miraba la gente que pasaba y se unía a la multitud amorfa… Terminó su cigarrillo y entró. Un salón grande le recibía; a la izquierda estaba la barra, a la derecha (sobre una especie de zarzo) estaba la mesa del que pone la música, un par de mesas de billar en el centro, y a través de un pasillo corto divisaba en el fondo un patio amplio con mesas alrededor. Miró detenidamente los anuncios publicitarios viejísimos que colgaban de las paredes, sabía que le daban un toque especial al lugar, pero no lograba definir qué. Puso la botella vacía sobre la barra y le pagó al joven que estaba tras ésta, le preguntó por el baño y él le señaló bajo de la especie de zarzo. Se dirigió sin prisa mientras veía que una pareja se le adelantaba hacia el baño, pensó que tal vez no debería interrumpir cualquier cosa que harían allí y se devolvió hacia la barra. Pidió otra cerveza.

El tiempo parecía no correr en ese lugar (aunque un reloj grande a su lado indicaba lo contrario). Ya iba por la cuarta cerveza y le urgía ir al baño; de solo pensar lo que hace un rato pudo pasar allí le hacía dudar, no es que un manto de puritanismo le cubriera, sino que prefería evitar imaginarse más cosas sobre esa pareja. El barman notó su indecisión y le dijo que al fondo, en el patio, había otro baño. Volvió a la barra y pidió otra cerveza, esta vez comenzó a caminar por todo el lugar, intentó nombrar los países de cada bandera, cada anuncio que veía le traía un recuerdo (como si hubiera estado allí cuando lo mostraron por primera vez) y no lograba contarlos todos. Se sentó en una silla del patio y prendió otro cigarrillo. Mientras fumaba miraba como la gente que estaba allí disfrutaba de la noche entre risas y tarareos, declaraciones y besos, entre “saludes” y “aludes”; miraba como ignoraban su presencia y se aprovechó de eso para seguir “husmeando”. Un letrero luminoso de cualquier marca de cigarrillos le llamó su atención y le dirigió hasta otro salón donde había otra mesa de billar, un grupo de amigos acababa de salir de allí y antes de que el mesero pudiera ordenar el salón entró y se sentó en una banca. Más anuncios. El movimiento de las bolas de billar y el sonido electrizante de las luces de neón se mezclaban creando un ritmo hipnotizante, mientras la canción que sonaba en ese momento le producía la nostalgia de encontrarse con viejos amigos (esos que nunca llegaron).

El mesero entró, recogió las cervezas y salió. Lo siguió hasta la barra y le pidió algo que no fuera cerveza, algo nuevo que le estremeciera; el mesero regresó con 50 ml de un líquido rojo vibrante. “El Barón Rojo”, dijo y siguió en lo suyo. Tomó un sorbo, dudando, y de un tiro se tomó el resto. Unos cuantos tiros más y tambaleaba hasta la salida para fumarse otro cigarrillo, cada vez que entraba encontraba un nuevo anuncio que se había perdido entre los otros. Detrás de la barra había un vitrina grande llena de licores diferentes de todo el mundo; en el medio colgaba una avioneta pequeña de madera, la miraba preguntándose que hacía allí, preguntándose si tendría dueño, si tal vez se la prestarían, si podría irse en ella. ¡Tonterías!... Aunque pensar que esa avioneta le llevaría a cualquier lugar en el mundo no era una idea tan descabellada, después de todo ya tenía más de ocho tragos encima, y aunque “El Barón” no se llamaba así por el aviador, sentía que era él quien le llevaría en su próxima aventura.

-“Ya vamos a cerrar, ¿necesita un taxi?”- le dijo el mesero. Se levantó torpemente de la silla y salió del lugar. Solo un par de pasos y volvió a meterse en la multitud. Ese cuento una vez más. 

Tatiana Ocampo Silva

1 comentario: