jueves, 23 de febrero de 2012

UN BAILEYS POR FAVOR


-No gracias, no me gusta el café, pero podría aceptar un Baileys, gracias.

La conversación había empezado tensa, primero porque él llego de la nada y ni siquiera se presentó antes de ofrecer el café, segundo porque ella fue un poco descortés y atrevida al pedirle un trago sin siquiera conocerlo, o por lo menos eso fue lo que entendí en esa conversación y tercero porque ninguno de los dos sabía que esperar del otro.
Yo llegué allí por cuestiones del destino, o bueno, en realidad por culpa de mi mamá, o mía quizás, por ser la niña de la casa y la única disponible para hacer el mandado.

5:30 p.m., lunes de clase, día académico como cualquier otro, pero finalizó el día con la frase típica de mi mamá: “¿me puedes recoger?”, el sitio no fue el mismo de siempre y ese día me aguardaba una larga espera.

5:40, solo iban 10 minutos en las mesitas con sombrillas cafés que muchas veces había visto, pero nunca tan detalladamente, un ruido casi imperceptible de la música que, supongo yo por las voces que también escuchaba, era la que amenizaba una buena rumba aeróbica, lo que corrobore después de otros 10 minutos de espera cuando subí al tercer piso solo a echar un vistazo.

5:50 y nada de nada, mi mamá no aparecía, pero no se preocupen que esta no es una historia de secuestro ni de extorción, solo era un dato suelto para llevar la cuanta del paso del tiempo.

Decidí regresar a las mesitas de aquel patio rodeados de locales ya cerrados, porque solo atendían hasta las 5:30 p.m., seguro por la falta de transeúntes a esas horas de la tarde en aquel centro comercial solo pude notar tres locales abiertos: el laboratorio radiológico, otro en el que vender artículos extraños, o por lo menos extraños para mí, miles de objetos para rezos, protecciones, contras, en fin, un almacén esotérico por así decirlo, del cual no recuerdo el nombre, y por último la cafetería, si es que así podría llamársele, porque realmente los “pasteles” oreados por el sol de todo el día no provocaban ni como última opción .
Afortunadamente llevaba un libro a la mano: “Opio en las nubes”, y eso que lo llevaba por si las moscas, pero decidí continuar con “Ángel de mi guarda” mientras esperaba por lo menos una llamada.

En ese momento solo habían tres mesas llenas, una, la más lejana de la mía, estaba ocupada por un señor que leía el periódico, creo que El Colombiano por lo  poco que alcanzaba a ver, en otra habían dos señores y una señora hablando aparentemente de un tema poco interesante a juzgar por sus caras, y en la tercera solo había una señora que se encontraba en la misma tarea que yo me disponía a iniciar.

Justo cuando iba en la quinta página de aquel capítulo se sentó en la mesa más cercana a la mía una señora, o señorita, nunca pude descifrarlo.
Cuando llegó, miró a su alrededor como buscando a alguien, pero luego se puso cómoda en una de las sillas, que no son lo más cómodo que podría uno esperar, se quitó el bolso y lo puso en la silla siguiente.

Continúe leyendo la historia de Max, pero aproximadamente a los 5 minutos, me encontré inmersa en la conversación ajena de la mesa vecina.
No comenzó con un hola, ni con un mucho gusto, si hubiese sido así, quizás habría seguido con mi lectura y se me habrían hecho eternos los 20 minutos más que me faltaban por esperar.
-¿Puedo sentarme?
-¿Es que no ves más sillas?

Sin embargo él se sentó y ambos se quedaron en silencio. Parecía una broma de mal gusto, pensé que quizás si se conocían pero estaban disgustados, pero no, realmente no se conocían, porque a continuación él le dijo:
-Que pena si la incomodo, pero yo creo que la he visto de alguna parte, ¿trabajas acá?
-¿Acaso tengo cara de mesera?
-No, pero no sé de dónde puedo conocerla, que pena incomodarla, hasta luego.

En el momento en el que él se disponía a pararse de la silla, ella le dijo: tranquilo puede quedarse, no espero a nadie.

Después de unos dos o tres minutos de silencio ella habló: ¿de verdad me conoce o solo quería hablarme?, él se quedó callado, como buscando una respuesta que no fuese incomoda y que tal vez fuera un buen inicio para lograr su desconocido propósito.
-Yo creo que si la he visto en algún lugar, pero ni idea… ¿dónde trabajas?
Silencio absoluto…
-¿Vives cerca?
-No mucho.
-Bueno, quizás de por acá, pero no importa, ¿cual me dijiste que era tu nombre?
Ella solo lo miro feo, como quien recibe de golpe una pregunta idiota.
-No te lo he dicho.
-¿Quieres un café?
- No gracias, no me gusta el café, pero podría aceptar un Baileys, gracias.

Justo ahí llegó mi mamá, casi una hora tarde y llego acosando.

El resto de la historia me toco imaginármela: ella quizás una prostituta, porque cerca quedan los burdeles conocidos del centro y a juzgar por su facha no era una colegiala recién graduada, él de pronto un joven ingenuo que pensó que le saldría más barato si empezaba cortésmente invitándola a un café.

De pronto ella una joven no muy bien vestida pero despechada que solo quería un trago para ahogar sus penas, y él otro joven solitario que realmente esperaba  recordar el lugar en el que la había visto.

Ella una trabajadora de alguno de los tantos locales que acababan de cerrar y el un cliente más, quizás de el mismo almacén.

Lo único que si puedo asegurarles es que esa noche terminó como él esperaba que terminara, porque sin importar el lugar, y por la cara que él tenía cuando ella dijo: “no espero a nadie”, él conoció al amor de su vida.


                                                                     CAROLINA NAVARRO MONTOYA


                                 


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